A los solitarios...

A los solitarios no nos motiva el futuro. La inmediatez del presente es una necesidad más poderosa. Por eso recaigo. Me dejo seducir por la pereza, por las pastas, los carbohidratos y la pornografía sin límites. No hay moral que contravenga mi conciencia y ésta se manifiesta laxa a la hora de cumplir mis propósitos.

Soy vicioso por vocación, no por convencimiento. Sé que me hace daño pero no reparo en ello. Me dejo llevar por un antojo. La disciplina no conduce por los derroteros idóneos. Un día, una semana o un mes me puedo dejar llevar por el paroxismo de la escritura, por ese arrebato febril que se apodera de mis ensoñaciones. Me siento un hombre bueno si consigo rellenar las cuartillas dentro de un horario establecido. También si acompaño ese periodo con comidas saludables y con algo de ejercicio. Entonces siento que voy bien encaminado.

Claudicar es más sencillo.

Una mañana cualquiera siento una extraña disposición de ánimo. Ciertas partículas oxidan mis ganas. Las frases se atoran en el teclado, se diluyen entre mis dedos mucho antes de que pueda trasladarlas. Entonces me distraigo.

Me levanto para colar café y aprovecho para prepararme un bocadillo. Uno a uno voy aumentando los ingredientes hasta tener entre las manos el sueño del goloso.  Paso tiempo en el ordenador y cuando me doy cuenta, el día está perdido en la nada del mero entretenimiento.

La suma de mis vicios se aglutina. Para no dejar la pantalla me conformo con mal comer, a deshoras, de continuo, nada sano. El vaso de whisky se reúne con las fotos de desnudos. Descargo varios vídeos al unísono y me entusiasmo con un nuevo juego con el que paso buena parte de la noche mientras mi computadora se entretiene con descargas a distancia.

Cuando por fin me voy a la cama, una plétora de figuras se instala tras mis párpados. Caen sincronizadas o se revuelven dentro de una espiral a la que debo vencer disparando bolas coloridas. Se combinan formas y texturas. Sueño con la jugada perfecta llevándose a cabo sobre la piel de alguna de mis fantasías. Sueño con su condescendencia o su aprobación ante un movimiento inusitado de mi mano sobre el mouse. Los ojos me escuecen y la cruda ronda en mi entorno, mandando sus primeros avisos.

No cedo. La rutina maleva se repite. Salir del ciclo es un acto fortuito. No tiene que ver con mis cualidades ni con la templanza que muestro de tanto en tanto. Al contrario: está relacionado con mi acidia. También me aburro de la disipación. Pero ello no implica arrepentimientos. Al menos no a estas alturas de mi vida.

Hace años era diferente. Sufría por adelantado, incluso. Cuando reconocía los primeros síntomas, cuando iba camino a la tienda, cuando pensaba en el bocadillo que seguiría al primero de la serie, cuando buscaba los discos con el juego. Entonces me sentía culpable. Desperdiciar la vida con trivialidades no era una alternativa. Aun así, era capaz de vencer todos mis remordimientos.

Mi voluntad es mucho más fuerte a la hora de exonerarme que a la hora de conducirme.

Con los años he aprendido a no tener cargas morales. Qué puede importar que el gran escritor desperdicie su tiempo en actividades no relacionadas con la escritura. Qué puede importar que el mundo entero espere su nueva novela. Qué puede importar que me envilezca con el vicio si puedo dejarlo una y otra vez. Qué puede importar un equívoco. El juez que soy nunca me impone una condena demasiado estricta, es complaciente a más no poder.

Tal vez se deba a que ve todas mis faltas en términos individuales. Si acaso, sólo mi persona resulta afectada con mi comportamiento. Cuando un criminal no atenta contra la sociedad, cuando no contribuye a su deterioro, entonces no debe ser condenado.

Por otra parte, quizá yo necesite de esos escapes para poder escribir de nueva cuenta. Sé que me justifico pero bien podría ser cierto.

Por eso mi moral se funda en la idea de mi disfrute. El placer es la única medida posible, válida. Si me entrego a él en la alternancia con los momentos de recato y trabajo no hay por qué cuestionarlo. Me funciona y no es ahora cuando empiece a renegar del proceso ni del placer.

Fragmento de Jorge Alberto Gudiño Hernández.

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